Una vez más me encuentro sentada en un
café cerca del fin de año, a unos días del supuesto cumplimiento
de las profecías mayas, del fin del mundo tan anunciado desde años
y años atrás, al cual hemos sobrevivido por suerte o errores de
cálculos de la gente de antes.
Uno no puede evitar sentarse a
reflexionar sobre el último año de vida, y en caso de que en verdad
sea el fin de nuestra existencia pues también vemos los últimos 27
años (en mi caso al menos).
Pienso en lo que he logrado (poco,
bueno, malo, regular), en los amigos conocidos y afianzados este año,
en las relaciones que se desvanecieron en el trayecto, en los viajes,
en los nuevos rincones encontrados, en las lagrimas derramadas en la
privacidad de mi cuarto, en mis mudanzas, en los proyectos
inconclusos, en los proyectos que continuarán, en los nuevos
ideales, en los que se esfumaron.
Pienso en tanto y en nada a la vez,
mientras veo cómo los minutos poco a poco nos acercan al final.
Laboralmente siento que este año crecí
un poco, en gran parte gracias a las experiencias que me trajo el
trabajo, los temas y las personas que conocí en estos pequeños
pasos que apenas estoy empezando a dar.
En lo que respecta a la vida personal
no puedo hablar con el mismo orgullo, extraño a esos que por razones se alejaron en este tiempo, pero también pienso en lo que se puede lograr con un poco de esfuerzo.
Pero no me frustro mucho,
porque si algo tiene de alentador la famosa profecía de mis paisanos
sureños, es que en estos días es el fin de una época, un momento
de cambio en la energía que nos rodea.
Entonces, lo mejor que podemos hacer es
montarnos en la nueva ola que viene, si esto es un cambio en el
entorno espiritual que nos rodea (y no, no me refiero a un tema
religioso, sino en cuanto a las fuerzas de la naturaleza que están
en todas partes), hay que aprovecharlas, tomar el ejemplo que nos
dejaron los mayas para cambiar y emprender nuevos retos.
Viéndolo así, yo si espero el fin,
porque como dicen, todo final es un nuevo comienzo.