No soy de las que suelen escribir cada que hay una tragedia o la muerte
de un personaje famoso, que aprovecha estas oportunidades para sacar el lado
literario y activista de redes sociales para expresar con palabras rebuscadas y
supuestamente enardecidas o tristes el sentimiento que dejan los hechos del
entorno. Sí, estamos de la chingada.
Dicho esto, la mañana de este miércoles el sentimiento me ganó. Abrir
los ojos y toparme con la noticia de la muerte de Julio Scherer fue el primer
madrazo. Seguir leyendo y ver el atentado a la revista Charles Hebdo fue el
segundo, la muerte de los 12 colaboradores de esta publicación me dieron ganas de jalar las
sábanas y cerrar los ojos.
Vamos por partes. Muchos hablan de las enseñanzas de Scherer, el
grandísimo legado que dejó en la vida periodística del país, sus libros, sus
análisis y demás. Pero en mi caso el impacto llegó a un nivel personal, aunque
claro nunca tuve la oportunidad de conocer al maestro. Su muerte acabó de
atizar el sentimiento que me invadió hace ya poco más de un mes con la noticia
del fallecimiento de Vicente Leñero.
Estas dos muertes, de estos dos personajazos me hizo recordar cómo
ellos, de una manera metafórica, ayudaron a sacarme de un lugar oscuro hace
algunos años. Quienes me conocen y con quienes compartí ese episodio saben que
2007 fue un año difícil, la censura de la Catarina, ese pequeño periódico
universitario que fue parte fundamental de la vida de esos
jóvenes estudiantes de periodismo que fuimos en algún momento; el que nos
arrancaran ese proyecto fue un shock que nos tomó mucho pero mucho tiempo salir
adelante.
Meses después de ese episodio, iniciando mi último año de universitaria,
recuerdo estar en la biblioteca del campus acompañada por una amiga, a falta de
la oficina del periódico ese se volvió uno de mis refugios preferidos. No
recuerdo si fue por recomendación de ella o por motivación personal tomé el
libro de Los Periodistas de Vicente Leñero; aún recuerdo el empastado rojo y el
olor a texto viejo que fueron parte del condimento de mi amor por ese volumen.
El libro, narrado desde la pluma de Leñero, describía el golpe a
Excélsior, la crisis al interior del periódico y la lucha que emprendieron
quienes salieron en julio de 1976 del diario para la creación del semanario
Proceso; todo se sentía tan cercano, tan propio, más allá de las palabras
idealistas con las que uno se llena la cabeza a esa edad de que el periodismo
siempre será libre, y más bien parecía un llamado para aterrizarnos y decir
“eso que pasó, seguirá pasando, así que aguanten vara”.
Ese libro fue un respiro, fue un apoyo indirecto, y fue lo que me dio
bríos para apurarme, hacer mi tesis y graduarme –tesis que, por cierto, fue
completamente inspirada en el libro, y fue un análisis comparativo de los casos
de censura que llevaron a la creación de Proceso y emeequis-.
Pasaron los años, y la imagen de los expulsados de Excélsior se quedó
grabada en mi cabeza, como una estampita se santos a los que recurría en mis
momentos de frustración profesional.
Por eso, a principios de diciembre, cuando me enteré que el autor de mi
evangelio favorito había muerto, sentí un pequeño tirón en la panza, pero seguí
adelante. Ahora, esta semana se fue el segundo, el autor intelectual, el líder
de ese grupo que fue mi apoyo, y me entró el sentimiento, pero no la
desesperanza. La imagen seguirá ahí, y la estampita se mantendrá en mis
neuronas, ahora con mayor arraigo, pues es lo único que queda de aquellos que
se van. Sólo el recuerdo y las enseñanzas que nos dejaron.